Cómo la industria alimentaria impuso los aditivos y los procesados en nuestra dieta

Artículo basado en el libro: "Adictos a la comida basura: Cómo la industria manipula los alimentos para que nos convirtamos en adictos a sus productos" Michael Moss.

16 min read

Hoy en día, uno de los grandes problemas de las sociedades desarrolladas es la epidemia de obesidad y sobrepeso que sufren. Esto es algo que resulta irónico, ya que las sociedades en vías de desarrollo o los territorios en conflicto se enfrentan a un problema opuesto, la hambruna y la desnutrición. Teniendo en cuenta que se produce una cantidad de alimentos suficientes para alimentar a 1,7 humanidades, lo de las hambrunas es de hacérselo mirar. Sin embargo, en este artículo nos centraremos en el polo opuesto. En EE.UU., un 40,3% de la población sufre obesidad, y si incorporamos a la ecuación la gente que padece sobrepeso, el porcentaje aumenta hasta un alarmante 74%. Alguno puede pensar que esto resulta comprensible, ya que EE.UU. es el país de la comida basura por antonomasia; sin embargo, a pesar de que los valores en la Unión Europea sean más reducidos (20% de obesos y 50,6% de personas con sobrepeso), las cifras siguen resultando igual de preocupantes. ¿No hacemos el suficiente ejercicio?, ¿Nos falta disciplina para imponernos una dieta estricta? Puede que estos factores sean en parte responsables de esta epidemia, pero lo cierto es que nuestra dieta (y nuestra báscula) se enfrentan a un enemigo muy poderoso. Un enemigo con los recursos suficientes como para moldear nuestra dieta a base de campañas de propaganda de muy dudosa ética. Lo peor de todo es que este enemigo imperceptible, también es el responsable de nuestra alimentación. Estoy hablando de la industria alimentaria.

Esta historia empieza en la primavera de 1946, cuando Al Clausi volvió a casa de sus padres en Brooklyn, tras haber participado en la Segunda Guerra Mundial en el Pacifico Sur. Clausi tenía 24 años y debía decidir qué haría el resto de su vida. Por suerte, Clausi obtuvo una licenciatura en química antes de ir a la guerra, y una mañana su padre le mostró un anuncio del periódico en el que una empresa alimentaria de Nueva Jersey solicitaba químicos. La empresa era General Foods, y aunque su sede central se encontraba en Manhattan, a Clausi le asignaron un puesto en Hoboken, Nueva Jersey. Aunque inicialmente su trabajo no se centró en los alimentos sino en la modernización de un detergente, debido al éxito de su labor, pronto lo destinaron a un puesto para rediseñar la línea de alimentos procesados de la empresa. Clausi entró en el negocio en un momento épico. La típica familia estadounidense había evolucionado de una forma vertiginosa debido a la incorporación de la mujer al mercado laboral. Las tareas del hogar ya no eran la responsabilidad suprema de las antiguas amas de casa, y una naciente estrella del marketing de General Foods, Charles Mortimer, abrazó esta transformación desde un principio y con gran fervor. De hecho, Mortimer fue el responsable de acuñar el término “convenience foods” o comida precocinada, una etiqueta que brillaría en la industria durante décadas. No obstante, Clausi, Mortimer y su empresa se enfrentaban a un enemigo contrario a este tipo de alimentos.

Portada de la revista Time de diciembre de 1959 con Charles Mortimer en portada (Fuente: Time)

La red de gestores del hogar de todo el país estaba luchando por hacer que la alimentación estadounidense fuera simple y pura. Unas 25.000 mujeres pertenecientes a esta red enseñaban en los institutos como comprar y cocinar, promoviendo el ideal de comida casera con tanto vigor como los fabricantes de alimentación presionaban para imponer lo congelado, rápido y envasado. Entre estas mujeres apasionadas por la comida saludable destacaba una de Carolina del Sur llamada Betty Dickson, que había salido de la granja de sus padres al inicio de la década de los 50 para emprender una carrera en educación. Durante los siguientes 10 años, la maestra compitió con Mortimer y Clausi para llamar la atención de los consumidores de todo el país. Los segundos promocionaban la comida precocinada poco saludable, mientras que Betty trataba de impulsar la comida casera más saludable.

Tras su éxito con el detergente, Clausi empezó a dirigir un pequeño grupo de investigación que tenía el objetivo de actualizar uno de los productos estrella de la compañía, el pudín de gelatina Jell-O. En aquellos días no existían los postres instantáneos y la mezcla del pudín Jell-O llevaba horas de preparación. A la mezcla debía añadirse agua y luego ponerla a hervir, pero para evitar que el producto se coagulara o se quemara, el usuario debía estar continuamente removiendo la mezcla, una labor muy tediosa. Luego había que verter la mezcla en el molde y, tras 1 hora de espera para que cogiera la temperatura ambiente, había que meterlo en la nevera una o dos horas. “Podía ser el postre de la cena si empezabas a prepararlo a primera hora de la tarde” comentó Clausi en una entrevista. Es lógico pensar que rebajar una o dos horas esta operación daría a cualquier empresa una clara ventaja frente a sus competidores, y los ejecutivos de General Foods pidieron a Clausi que fuera el primero en inventar una fórmula instantánea. Durante años, Clausi jugueteó con la fórmula para saber si podría lograrlo, pero dentro de la empresa halló una traba inesperada. El problema era que General Foods estaba comprometido incondicionalmente con los ingredientes puros. Los aditivos alimentarios como los conservantes o los colorantes artificiales, estaban empezando a aparecer en los productos de supermercado, pero General Foods conocía la preocupación de sus consumidores por los ingredientes, especialmente si eran sintéticos. Por ello, las órdenes que recibió Clausi eran claras: tenía que elaborar el pudín instantáneo sin aditivos sintéticos, una tarea titánica para el químico y su equipo. Por desgracia para General Foods y para el resto de la sociedad, los competidores no tenían tantos escrúpulos con este tipo de aditivos. Antes de que Clausi lograse su objetivo, una empresa competidora (National Brands) patentó un pudín instantáneo utilizando no un aditivo sintético, sino una mezcla de ellos: ortofosfato para controlar la acidez, pirofosfato como espesante, acetato de calcio como conservante… Lógicamente el resto de empresas imitó esta dinámica y empezó a añadir aditivos a sus productos. Cuando Clausi preguntó a los ejecutivos y al equipo de marketing a ver si su pudín tenía que basarse en alimentos naturales, éstos le respondieron: “Todo eso ya no cuenta. Simplemente, inventad un pudín que pueda prepararse en 30 minutos”. De la noche a la mañana los límites ya no existían, ahora podían añadir cualquier cosa para crear su pudín.

Tras interminables jornadas en la biblioteca de estudios de General Foods y un exhaustivo análisis de las patentes de los competidores, Clausi obtuvo un producto mejorado que se impuso en el supermercado. De hecho, la fórmula de National Brands, aunque patentada, nunca llegó a fabricarse, y la fórmula de Clausi se convirtió en un éxito inmediato de ventas. El público, en ocasiones, se mostraba algo inquieto por los aditivos, en especial cuando salía alguna noticia que los condenaba, como el caso en el que varios niños enfermaron tras la ingesta de unas golosinas de Halloween que contenían dosis excesivas del colorante Orange Number 1 a principios de la década de los 50. Pero las compañías empleaban miles de aditivos para procesar, conservar, colorear y tratar sus alimentos, por poner un ejemplo, empleaban unos 1.500 aromatizantes distintos. Aunque los reguladores federales empezaron a reconsiderar algunos aditivos que previamente habían aprobado, el lobby de la industria alimentaria (las grandes empresas como General Foods) empezó a presionar para que dejaran de hacerlo. Los aditivos se convirtieron en la norma dentro de la industria alimentaria, y unas palabras de Clausi reflejan muy bien la aceptación de esta doctrina: “Si quieres innovación, dime dónde quieres llegar, pero no me digas cómo tengo que ir”. Desde el punto de vista del marketing, Mortimer sacó una valiosa lección (para él y su empresa) sobre los aditivos, y es que con ellos se podía acceder y dar forma a una manera totalmente nueva de concebir la alimentación. Los anuncios del pudin de Clausi reflejaban esta idea, “¡Fácil! ¡Rápido!”, “¡El nuevo postre de los días atareados!” o “¡Puede prepararse y servirse en el último minuto!”. Este mensaje calaba perfectamente en la sociedad estadounidense que avanzaba a pasos agigantados hacia la modernidad. Estos aditivos creaban productos que facilitaban el día a día de unos consumidores cada vez más atrapados por la vida moderna. Mortimer empleó un término de vital importancia para General Foods a partir de entonces, “Facilidad”. “Servir al consumidor moderno se ha convertido en un arte creativo, y la facilidad de uso es el superingrediente que está cambiando totalmente el negocio competitivo” afirmó en un discurso antes sus empleados.

Unos años después, en 1952, General Foods se encontraba en una batalla a muerte con sus competidores por los cereales del desayuno. Y esta vez no había ningún aditivo químico capaz de salvar la situación. Se necesitaba un ingrediente mucho más básico, y si has probado alguno de los cereales de hoy en día seguro que conoces la respuesta: un montón de azúcar. Desde el año 1800 hasta 1940, los cereales vendidos por la mayoría de grandes empresas del sector se habían hecho crujientes, en copos e hinchados, pero solo ligeramente endulzados, en caso de que se añadiera azúcar, lo cual no era lo normal. De hecho, los cereales se vendían como alternativa saludable a lo que buena parte de EE.UU. desayunaba: jamón enlatado, beicon y salchichas. Es más, el médico que había inventado los copos de cereales, John Harvey Kellogg, era tan contrario al azúcar que, en el sanatorio que dirigía, estaba totalmente prohibido. Sin embargo, todo esto cambió rápidamente cuando, en 1949, la empresa Post (perteneciente a General Foods) se convirtió en la primera marca nacional que vendía cereales recubiertos de una capa de azúcar. Los niños se volvieron locos, y esto es algo normal, ya que en diversos estudios con animales se ha demostrado una preferencia por el azúcar antes que por la cocaína. Al igual que ocurrió con los aditivos sintéticos, pronto la mayoría de empresas se sumaron a la fiesta. De esta forma empezó una competencia encarnizada por ver quien era capaz de añadir más azúcar a su producto. Y en esta batalla es donde Kellogg saltó a primera línea, gracias a una sensacional campaña de marketing basada en su mascota Tony el Tigre, al que los niños adoraban. Sin embargo, Post y General Foods quedaron retrasadas en esta carrera y decidieron que si no podía competir en los cereales, debían inventar algo igual de rápido, fácil y popular entre los pequeños.

En esos momentos era complejo ganar a los competidores añadiendo más azúcar a los cereales. Algunas de las empresas habían añadido tanto, que ya representa el ingrediente principal de sus productos, con más de un 50% de azúcar. Pero Clausi logró dar una ventaja competitiva a su empresa alterando el aspecto de los cereales. Así nació Alpha-Bits. Tras una cena en la que Clausi consumió una sopa con fideos en forma de letras, pensó que lo mismo podría hacerse con los cereales. La idea fue todo un éxito y pronto los competidores empezaron a imitarla. Estos productos desarrollados por Clausi, junto la innata capacidad de Mortimer para el marketing, llevaron a General Foods a su época dorada. Y en esta época fue cuando Mortimer se empecinó con la idea de aumentar la cuota de mercado de los desayunos que tenía su empresa. “¿Quien dice que solo se pueden desayunar cereales (hasta entonces los cereales no habían sido más que una alternativa saludable al desayuno típico estadounidense)? No somos una empresa que fabrica cereales para el desayuno, somos una empresa de alimentos para el desayuno” afirmó Mortimer en un discurso ante los ejecutivos de la empresa. Aun así, fueron los inventores y técnicos de alimentos como Clausi los que permitieron materializar las ideas de Mortimer. De hecho, Clausi todavía no había creado la joya de la corona de su carrera, y después de que lo hiciera, los supermercados y los desayunos estadounidenses no volvieron a ser los mismos.

Evolución de Tony el tigre, la exitosa mascota de Kellogg´s (Fuente: Graffica)

Para su mayor hit alimenticio, Clausi utilizó sus conocimientos de química para transformar un alimento natural de los desayunos, el zumo de naranja. Así nació Tang, un producto de laboratorio que era 100% química sintética y azúcar. Sin embargo, Claiusi no estuvo metido en este proyecto desde el inicio. Los investigadores de General Foods llevaban cierto tiempo tratando de replicar de forma sintética el zumo de naranja, pero si lo lograban podrían ganar mucho dinero. En aquella época, la gente no disponía de zumo de naranja natural como hoy en día; o bien tenían un concentrado congelado como un disco de hockey que tardaban horas en descongelar (tenía pulpa y a los niños no les gustaba), o bien disponían de zumo en lata, cuyo sabor metálico no era muy bien recibido por el público. El principal problema de los investigadores era que al tratar de replicar el perfil nutritivo del zumo de naranja natural, con todas sus vitaminas y minerales, el sabor resultante era muy amargo. De forma muy ingeniosa, Clausi planteó el problema al equipo de marketing, y este le respondió que los técnicos estaban siendo muy estrictos a la hora de replicar el perfil nutritivo. Cuando la gente piensa en un zumo de naranja, solo le viene a la mente un nutriente esencial, la vitamina C. Por lo que el equipo de marketing ordenó a los técnicos alimentarios que solo debían añadir este compuesto, el resto eran innecesarios. Por suerte, la vitamina C era de los pocos compuestos que no alteraban el sabor del preparado. De esta forma nació Tang, y de un día para otro, solventó uno de los problemas de las madres de familia que preparaban el desayuno para sus hijos. “¡Nuevo! ¡Instantáneo! ¡Tan fácil como añadirle agua fría!”, rezaba un eslogan publicitario de Tang. “Lo más feliz que le ha ocurrido nunca al desayuno”, decía otro.

Tang no estaba diseñado para exagerar los niveles de azúcar, ya que si añadías la cantidad establecida por el fabricante, el preparado sólo tenía un poco más de azúcar que un zumo natural. Sin embargo, una de las genialidades del Tang era que podías añadir lo que quisieras, por lo que la cantidad de azúcar era ajustable por el consumidor. Esta ventaja fue percibida cuando se empezó a comercializar el producto en otros países. En unas catas realizadas por Clausi en China, se dieron cuenta de que cuanto más al sur viajaban, mayor era el dulzor preferido por los consumidores en el Tang. Hoy, con unas ventas anuales que superan los 500 millones de dólares, se vende más Tang en China y Latinoamérica que en EE.UU. No obstante, había otro rasgo que convirtió a Tang en un éxito superventas. La NASA necesitaba una bebida que añadiera poco volumen a la digestión, teniendo en cuenta las restricciones higiénicas del espacio. El zumo de naranja natural no era adecuado, ya que contenía demasiada fibra en su pulpa. Todos sabemos lo que hace la fibra, pero en el espacio ese efecto debe estar limitado. En cambio, el Tang era perfecto, lo que los técnicos llamaban un alimento bajo en residuos. “Avisa a la NASA que será un honor servirlos, y que le proporcionaremos todo el Tang que necesitan, gratuitamente” le comentó Clausi a uno de sus colegas en la empresa. El 20 de febrero de 1962, cuando John Glenn regresó de su triple órbita a la tierra, comentó a los periodistas que lo único bueno de su alimentación a bordo de la nave espacial había sido el Tang. Lógicamente, con semejante publicidad las ventas se dispararon. Luego, General Foods también desarrolló un nuevo desayuno muy conocido llamado Pop-Up, aunque la versión de Kellogg (la competencia) tuvo mayor éxito, los Pop-Tarts. Por supuesto ambos llevaban cantidades ingentes de azúcar y estaban dirigidos a un público de niños y adolescentes. Todo parecía ir viento en popa para la industria alimentaria y el comercio de comida procesada poco saludable, pero allí donde la alimentación genera estragos en el consumidor, siempre habrá gente dispuesta a defendernos.

Algunas variedades de Tang comercializadas hoy en día (Fuente: ebay)

¿Te acuerdas de Betty Dickson y su ejército de maestras de escuela y trabajadores sociales que defendían la alimentación elaborada en casa? Pues este era el principal problema al que se enfrentaron Clausi, Mortimer y compañía. Estos educadores, que se contaban por decenas de miles en todo el país, enseñaban economía del hogar a los niños y a las jóvenes amas de casa, y siempre promovían una alimentación basada en la nutrición y no en el disfrute o el sabor. Este grupo representaba el mayor enemigo para la industria alimentaria, y Betty Dickson era su cabeza más visible. Dickson pertenecía a la American Home Economics Association, fundada por Hnerietta Swallow Richards, quien se valió de su licenciatura en química en el MIT para convertirse en la mayor defensora del consumidor de Estados Unidos. El grupo defendía una alimentación barata y preparada en el hogar y detestaba el concepto de “facilidad” inventado por Mortimer. Sin embargo, el público, con un creciente porcentaje de mujeres incorporándose al mercado laboral, sí que ansiaba esa comodidad proporcionada por la comida procesada, y lo valoraban por encima de su salud. Ahí residía el punto fuerte de la industria, ya que esa mujeres que por desgracia se encargaban solas de las labores del hogar, necesitaban ayuda, y la industria se la proporcionaba en forma de comida procesada o precocinada. Por ello, a partir de mediados de los años 50, la industria alimentaria emprendió diversas maniobras para meterse a estas mujeres en el bolsillo. En primer lugar, crearon su propio ejército de maestros de la economía familiar. Mujeres brillantes y modernas que trabajaban para grandes empresas, organizaban concursos y clases de cocina para competir con los maestros de economía familiar. Para 1957, General Foods ya tenía casi un centenar de estas mujeres en nómina, promocionando sus productos procesados en sus clases. En segundo lugar, la industria se inventó a su propia Betty Dickson para que predicara el credo de la comida procesada y la comodidad. Se llamaba Betty Crocker y pronto se convirtió en una de las mujeres más famosas de todo Estados Unidos, pero tenía un pequeño defecto, no era real. Betty Crocker fue inventada por la empresa que luego se convertiría en General Mills, una de las más grandes del sector. En un principio, la falsa Betty empezó como una simpática firmante de las cartas del departamento de atención al cliente, y pronto se encontró respondiendo hasta 5.000 cartas de fans diarias. Sus eslóganes sonaban por la radio continuamente, aparecían en las revistas y los anuncios televisivos, y tenía un ejército de admiradores y admiradoras por todo el país. En poco tiempo abrió una cadena de show rooms, donde se enseñaba a sus participantes una manera de cocinar fácil y rápida, por supuesto con productos de su creadora, General Mills. Imagina lo famosas que se hicieron estas cocinas que el vicepresidente, Richard Nixon, y el premier soviético, Nikita Jrushchov, en 1959 celebraron su famoso “Debate en la cocina” en una réplica de la cocina de Betty Crocker. La falsa Betty también sacó un colección de libros de cocina que se convirtieron en éxitos superventas, y eso que no eran más que catálogos de publicidad de productos de General Mills.

Por desgracia para la industria alimentaria, ni siquiera la falsa Betty puedo vencer a la verdadera, y las empresas tuvieron que sacarse un as de la manga con una estrategia todavía más insidiosa. La industria se infiltró en las asociaciones de maestros de economía familiar. Primero, ofreciendo dinero y publicidad. En 1957, General Foods inyectó 288.250 dólares al programa de becas y ayudas de las asociaciones, ganándose así la gratitud de una generación de maestros. Esa gratitud fue tal, que las asociaciones empezaron a publicitar productos de General Foods a través de sus boletines informativos. Luego, la industria empezó a enviar gente a las asociaciones para que las moldearan a su gusto. Patrocinaban a candidatos para los puestos de poder de la organización, candidatos que, lógicamente, defendieran los alimentos procesados. De hecho, en 1967, Marcia Copeland, una ejecutiva de General Mills, se convirtió en la presidenta de la asociación de Betty Dickson. La loable misión de las maestras y trabajadores sociales de estas asociaciones se echó a perder primero, cuando la prestigiosa revista Time publicó un extenso artículo sobre la comida fácil, y segundo, cuando la misma revista decidió publicar un artículo sobre la alimentación y, en lugar de elegir a alguien como Betty Dickson para ello, escogieron al consejero delegado de General Foods, Charles Mortimer (primera imagen). Parece que a la revista Time le gusta el periodismo del bueno. “Ninguna empresa ha hecho tanto por revolucionar la cocina estadounidense como General Foods Corp., el mayor procesador de alimentos del mundo” rezaba el artículo periodístico, si es que se le puede llamar así, porque en realidad era simple y llana publicidad.

Esta es la historia de cómo una industria avariciosa y sin escrúpulos ha impuesto sus propios productos en nuestra dieta, obviando cualquier tema relacionado con la salud. Empresas cuyo único interés es vender más que la competencia han diseñado nuestra dieta actual a base de explotar nuestra debilidad por el azúcar y, en especial, la de los niños. Estrategias de marketing agresivas mezcladas con métodos de dudosa ética nos han dictado lo que comer, y la saludable nutrición ha quedado relegada y marginada en una esquina, viendo cómo se desata por el mundo desarrollado una acelerada y alarmante epidemia de obesidad.

Artículo basado en: