Eichmann y los experimentos de Milgram
Artículo basado en el libro: "Obediencia a la autoridad: el experimento de Milgram" de Stanley Milgram.
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Si alguna vez te has parado a pensar por qué nos comportamos de una forma o de otra, tal vez te hayas quedado un largo rato reflexionando sobre por qué acatamos órdenes y obedecemos mandatos. Desde que nacemos, estamos continuamente sometidos a eslabones superiores en cualquiera de las jerarquías con las que nos topamos. Desde la obediencia ciega a nuestros progenitores, hasta sumisiones humillantes ante nuestros jefes, y pasando por una multitud de maestros, profesores, médicos, policías, administrativos… nuestra vida transcurre surcando un río de obediencia a la autoridad. Una de las principales razones de este sometimiento, reside en que somos animales sociales, y siempre será necesario un mínimo sistema de autoridad para poder vivir en comunidad. Sin embargo, una breve mirada a la historia de la humanidad, nos revelará que los crímenes más atroces y repugnantes han sido cometidos siempre en nombre de la obediencia (casi nunca en nombre de la rebelión), y testigo de ello son los innumerables genocidios que el ser humano ha efectuado, ejecutando a sus propios hermanos como si de bestias salvajes se tratasen. Parece que la obediencia te exime de la responsabilidad, como dieron fe de ello los juicios de Nuremberg, en los que innumerables nazis fueron absueltos bajo la excusa de mierda de “estábamos acatando órdenes”. Es más, eminentes filósofos (como Hobbes) defiende este tipo de excusas, argumentando que son males necesarios para preservar el irremplazable pilar de nuestra sociedad, la obediencia a la autoridad. No obstante, existen otras posturas (que comparto) que defienden que en el conflicto entre la conciencia individual y la autoridad, siempre es la moral personal la que debe prevalecer. Pero ¿Cuál de las dos posturas es más común entre las personas? En este artículo trataremos de responder a esta pregunta, analizado una serie de experimentos de psicología social.
Si tienes cierta afición o muestras cierto bagaje en psicología social, es muy probable que te suene el experimento que realizó el autor del libro que inspira este artículo; el experimento de Milgram. Este estudio fue realizado para determinar, cómo se posicionarían los individuos ante la diatriba de acatar órdenes propiciando dolor a un tercero, o incumplir estas órdenes obedeciendo la moral individual. Inicialmente, el experimento mostraba un falso propósito para sus participantes, ya que se les indicaba que se trataba de un estudio sobre el aprendizaje y el castigo. Para ello eran necesarios dos sujetos, y el experimentador. Uno de los sujetos se situaría en una habitación, y sería sometido a un serie de pruebas de memoria, mientras que el segundo sujeto, en otra habitación junto al experimentador, debería proporcionar descargas eléctricas crecientes (de 15 a 450 voltios incrementando cada descarga progresiva en 15 V haciendo un total de 30 niveles) conforme el primero fallase las preguntas de su prueba. Lo que no sabía este segundo sujeto, era que en realidad el primero era un cómplice del experimentador y no estaría conectado a ningún electrodo. Sin embargo, el primer sujeto (al que supuestamente se le realizaban las descargas) debía actuar para hacer creer que si sufría esas descargas. Este sujeto con 75 V debía refunfuñar, con 150 V debía pedir abandonar el experimento y con 285 V su única respuesta debía ser un grito de desesperación por el dolor percibido. Siempre que el sujeto real de estudio dudase de continuar, el experimentador debería ordenarle que continuará, con el objetivo de observar hasta qué punto los sujetos eran capaces de proseguir (generando dolor a un tercero) antes de establecer una ruptura con la autoridad. Los experimentos realizados en base a lo mencionado se replicaron alterando algunas características: se realizó el experimento 1 en el que el sujeto de experimentación no tenía contacto con el cómplice por lo que no podía ni verle ni oírle (sólo podía propiciar golpes en la pared ya que ambas habitaciones eran contiguas), el experimento 2 en el que el sujeto sólo escuchaba la voz y quejas de la supuesta víctima, el experimento 3 en el que ambos sujetos se encontraban en la misma habitación y el experimento 4 en el que para que la falsas víctima recibiera la descarga era necesario que el sujeto de experimentación colocas sus manos sobre una plancha metálica, de modo que tenía contacto físico con la supuesta víctima. Como cabía esperar, conforme aumentaba la proximidad de la víctima, el malestar de los individuos investigados aumentaba con lo que estaban haciendo, pero ¿hasta dónde serían capaces de llegar los sujetos de estudio?


Experimento n.º 1 de Milgram. (E) Experimentador, (T) Sujeto de estudio y (L) Cómplice del investigador.
Lo cierto es que llegaron mucho más lejos de lo que cualquiera hubiera supuesto. Recordemos que la medida recogida en estos 4 experimentos, es el nivel máximo de descarga al que cada individuo llegaba sobre un total de 30, y que en el nivel 10 (150 V) la víctima solicitaba abandonar el experimento y en el nivel 20 (285 V) la víctima soltaba gritos de desesperación. Bien, en el experimento n.º 1, como cabía esperar, al no tener prácticamente contacto alguno con la víctima (solo golpes a través de la pared) un 65% de los individuos alcanzó el nivel máximo de descarga. En el experimento n.º 2, es donde viene lo aterrador. Aunque tuviesen contacto y pudiesen oír perfectamente las quejas y los lamentos de las falsas víctimas, un 62,5% alcanzó el nivel máximo y la totalidad de los sujetos de experimentación (40) salvo 1, alcanzaron el nivel 10 en el que la víctima exigía abandonar el ensayo. En el experimento n.º 3, un 40% de los sujetos alcanzó el nivel máximo de descargas aun cuando no sólo oían sino que observaban el sufrimiento que estaban generando. Por último, al tener que mantener contacto físico con las víctimas (experimento n.º 4) un desorbitado 30% de los individuos de estudio, llegó al nivel máximo de descarga. Estos datos son desoladores, y puede que el lector esté pensando que estos sujetos de estudio fueron seleccionados en las cárceles más terribles y los suburbios más dantescos, que no eran más que monstruos sádicos y violentos; pero lo cierto es que no. El reclutamiento de la muestra investigada se realizó a través de un anuncio en el que se solicitaban personas de diferentes ocupaciones (hombres de negocios, telefonistas, barberos, obreros, vendedores…) su participación en ese falso estudio de aprendizaje.
Esta discusión sobre el comportamiento moral de los sujetos de estudios, reaviva el antiguo debate sobre la supuesta moralidad de los nazis que trabajaban en los campos de exterminio. Hannah Arendt, con su libro Eichmann en Jerusalén, manifestaba que aunque Eichmann a los ojos de la opinión pública pareciese un monstruo del sadismo, en realidad era mucho más parecido a un pobre burócrata que cumplía su obligación. Y lo mismo ocurría con los sujetos del experimento de Milgram, no es que tuviesen una personalidad violenta o sádica, hacían lo que hacían por un sentido de obligación y no por un sentimiento de agresividad. Incluso las personas más normales son capaces de cometer actos terriblemente destructivos si son tareas que les han sido encomendadas. Además, incluso cuando la moralidad personal sobrepasa la obediencia, son pocas las personas capaces de oponerse a la autoridad. Esto nos demuestra que la fuerza moral de un individuo, es mucho menos efectiva de lo que nos había hecho creer el mito social, y testigo de ello son los soldados que van a matar a las guerras, cuando sus intereses personales no suelen formar parte del casus belli. Es necesario que tomemos una independencia moral en cualquier acto que realicemos, en especial cuando estemos cumpliendo órdenes que pueden perjudicar a terceros. Como el holocausto judío y los experimentos de Milgram nos han enseñado, la obediencia a la autoridad, muestra una mayor influencia en nuestra psique, que nuestra valores o creencias morales.
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