El utilitarismo y la medición de la felicidad
Artículo basado en el libro: "La industria de la felicidad: Como el gobierno y las grandes empresas nos vendieron el bienestar" de William Davies.
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Jeremy Bentham y John Stuart Mill, maestro y aprendiz ¿te suenan? Es muy probable que alguna vez hayas oído hablar de ellos, o que nunca lo hayas hecho, o si lo has hecho, puede que se te haya olvidado, pero son los responsables de la doctrina filosófica conocida como utilitarismo. ¿Y qué es eso del utilitarismo? Bien, se trata de una corriente de pensamiento centrada en la ética, que se basa en la máxima “la acción correcta es la que produce una mayor felicidad para un mayor número de personas”. A simple vista resulta una idea muy atractiva, y sus creadores creían que debería ser la primera regla mediante la cual los políticos debían regir sus estados. De hecho, según esta máxima, el machismo, el racismo o la homofobia deberían ser inexistentes, ya que el rechazo a estas posturas y la aceptación de la igualdad y la diversidad, resultaría en la acción que haría felices a un mayor número de personas, por lo tanto, sería la acción correcta. Tal vez pienses que las posturas de desigualdad y de discriminación también hacen felices a muchas personas, de ser así, cierra este artículo, y sal de mi puto periódico. Volviendo a nuestros filósofos utilitaristas, y más en concreto, al maestro Bentham, éste también mostraba una severa crítica respecto a la filosofía. Jeremy, como científico frustrado y abogado obligado, sentía una admiración por las ciencias naturales que transformaba en rechazo hacia las ciencias sociales. Concretamente, alababa el vocabulario de las ciencias donde cada palabra definía algo tangible y real; mientras que criticaba el de las ciencias sociales (es especial la filosofía y el derecho), donde, según su criterio, palabras como “bondad”, “mente”, “existencia”, “justicia” o “deber”, no designaban nada en absoluto. Por ello, Bentham criticaba a los políticos y a los gobiernos en cuanto a que se dedicaban a problemas abstractos como la “justicia” o el “derecho” y argumentaba que en realidad deberían dedicarse a la “felicidad”. Por qué la palabra “felicidad” es menos ficticia y tiene más sentido que las otras palabras mencionadas? podrías preguntarte. Pues bien, el argumento de Jeremy se basaba en que, aunque la felicidad de por sí no sea un fenómeno físico y tangible, si que es el resultado de varias fuentes de placer, las cuales se sostienen sobre bases biológicas. Por lo que podríamos considerar a la felicidad como algo real y tangible, aunque sea de forma indirecta. En base a estas suposiciones, el utilitarismo argumentaba que la obligación de cualquier gobierno debía residir en alcanzar las cotas de felicidad más altas posibles entre sus habitantes, pero ¿Cómo podían hacer algo semejante?
En palabras de Bentham, “el gobierno debería promover la felicidad de las sociedad por medio del castigo y la recompensa”. El principal encargado de administrar las recompensas, sería el libre mercado, del cual nuestro utilitarista era defensor a ultranza; mientras que el castigo, debería ser administrado por el estado, a través de infringir dolor a los cuerpos y a las mentes. Mediante estos actos, el estado podría redirigir los comportamientos de los ciudadanos, hacia objetivos más deseables para todos. Sin embargo, no hay que olvidar que Bentham hace referencia a la felicidad, exclusivamente en términos físicos cuyo seno es el cuerpo. Y es aquí donde la filosofía utilitarista se topa con la horma de su zapato, ya que no considera la subjetividad de la felicidad. Bentham consideraba que el placer y el dolor de todos los individuos podría medirse en una misma escala (lo que en filosofía se conoce como monismo) que se reducía al valor del placer (o displacer) físico. Esto originaba que fuera imposible para los gobernantes o legisladores (castigadores) determinar la intensidad de placer o dolor que percibía cada individuo, ya que la única referencia de la que disponían era de su propia experiencia, lo cual tiene muy poco de científico. Por ello, el principal objetivo de los utilitaristas se convertiría en averiguar el método para medir esa felicidad ciudadana.


El ser humano se ha caracterizado a lo largo de la historia por su increíble capacidad para fabricar herramientas, y entre ellas, siempre ha mostrado especial interés en aquellas que permitieran medir determinadas variables. El termómetro, el cronómetro o el barómetro, no son más que algunos ejemplos de lo que me refiero, pero ¿Cómo crear un termómetro de la felicidad? Para ello, Bentham consideraba que los sentimientos de todas las personas deberían tener el mismo valor para poder conocer lo que hacía feliz al conjunto. Debido a ello, cualquier medida política o legislativa debería ser sometida a una medición que determinase si serviría para crear más o menos placer en la sociedad en su totalidad. Aun así, seguía con el mismo dilema, ¿Cómo medir la felicidad?, lo cual resolvió estudiando unos pseudo-síntomas de aquello que estaba midiendo. En primer lugar, eligió la frecuencia cardiaca como indicador mensurable de la felicidad, que a pesar de no agradarle, era el único indicador fisiológico que se le ocurrió utilizar. Por otro lado, estaba, como no, el dinero. Bentham pensaba que si dos bienes materiales mostraban el mismo valor monetario, y proporcionaban al individuo un mismo grado de satisfacción (lo más próximo que encontró a la felicidad), era de suponer que el dinero era una buena medida para la satisfacción (suponiendo que esta solo se obtiene a través de bienes de consumo). Sin embargo, no está claro que Bentham estuviera muy conforme con sus dos indicadores, y fueron necesarios unos cuantos años tras la muerte de nuestro filósofo utilitarista, para volver a intentar establecer una medición cuantitativa de nuestras sensaciones subjetivas.
La medición de la felicidad en cuanto a una emoción subjetiva, y por tanto, diferente para cada individuo, ha sido uno de los grandes retos de la psicología a lo largo de su breve historia. No se a ti, lector, que te parecen las ideas de Bentham de medir la felicidad a partir de la frecuencia cardíaca y el dinero; a mi me parecen cuanto menos dudosas. La frecuencia cardiaca puede ser alterada por múltiples motivos y más que felicidad, es un indicador de excitación o alteración de nuestro organismos en base a múltiples causas. Por otro lado, el dinero, aunque permite en gran medida la satisfacción de las necesidades materiales, y en menor medida psicológicas o emocionales; no existe, y ni nunca ha existido, un correlación que indique que a mayores cantidades de dinero, mayor es la felicidad. Por estos motivos, casi dos siglos después de la muerte de nuestro filósofo utilitarista, se desarrolló un experimento en el que a mi parecer, si que se realizó una medición más objetiva de lo que podría ser (aunque está muy lejos de serlo) un indicador de la felicidad. Las sonrisas.


Es innegable que cuando alguien está feliz o contento, tiene una mayor tendencia a sonreír antes situaciones que bajo otros estados emocionales no suscitarían esa sonrisa. Por ello en 2013, se realizó un experimento en un festival de literatura británico, en el que mediante cámaras y un programa informático de reconocimiento facial, se trató de buscar sonrisas en los rostros del público del festival. De esta forma, se generó una variable que podría determinar la felicidad media de la gente que acudió al evento, denominada “sonrisas por hora”. Sin embargo, este método no es tan eficaz como puede parecer, ya que todos estamos de acuerdo en que una sonrisa de tipo social nada tiene que ver con una sonrisa genuina de felicidad, y los ordenadores no son capaces de diferenciar entre ambos tipos. Se ha demostrado que las sonrisas “verdaderas” pueden generar cambios emocionales y conductuales entre los que las realizan y entre los que las observan (ayuda a acelerar la recuperación de un enfermo, al verla se reducen los niveles de agresividad…); mientras que las sonrisas de tipo social, no generan estos cambios. ¿Cómo diferenciamos una sonrisa verdadera de una falsa? Lo cierto es que los músculos situados alrededor de los ojos y la boca en ambas sonrisas, son diferentes y aunque conscientemente a veces no podamos determinar de qué tipo de sonrisa se trata, lo cierto es que nuestro cerebro sí que es capaz de identificarla. La sonrisa real y genuina, también llamada sonrisa de Duchenne (en honor al fisiólogo que se encargó de su estudio en una multitud de culturas diferentes) es una sonrisa espontánea con una expresión facial característica, que se genera como reflejo de experiencias agradables o emociones auténticas; mientras que la popularmente conocida como sonrisa falsa, no es más que un mecanismo de adaptación social. No obstante, al igual que ocurría con los indicadores propuestos por los utilitaristas, la sonrisa de Duchenne, no es de una elevada eficacia, ya que, ¿Quién no ha permanecido serio cuando era plenamente feliz, o a quién no se le ha escapado una sonrisa cuando estaba asolado por la tristeza?
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