¿En qué se parecen la Hungría de Orbán y el Israel de Netanyahu?
Artículo basado en el libro: "El nuevo espíritu del mundo; Política y geopolítica en la era Trump" de Esteban Hernández.
9 min read


Es evidente que, en la época actual, los nacionalismos están creciendo de forma agigantada por todo el planeta. De Estados Unidos a China, Desde Sudáfrica hasta Rusia, los movimientos nacionalistas normalmente asociados a la derecha o la extrema derecha no paran de crecer como muy bien atestiguan las medidas económicas arancelarias impuestas por Trump, el Brexit de Reino Unido o el auge de partidos patrióticos y euroescépticos en gran parte del Viejo Continente. Esta importancia de la soberanía nacional ha sido descrita como altamente preocupante por el establishment liberal, que percibe una línea inquebrantable que une el anclaje nacional, el abandono de las reglas globales y los liderazgos autoritarios. Sin embargo, resulta complejo percibir cómo los Estados que más rédito han sacado a la globalización, son precisamente aquellos que la han aprovechado en términos nacionales.
China es el ejemplo más claro, ya que su irrupción en el escenario global se originó a través de una planificación que le permitió convertirse en el proveedor del mundo, intensificar los vínculos exteriores, captar tecnología y desarrollarse como gran potencia. Estados Unidos, aunque utilizase permanentemente los argumentos a favor de la globalización, esta no representaba más que un sinónimo de la hegemonía estadounidense. Gracias al papel del dólar como moneda de reserva, ingentes cantidades de capital de muchos países fluyeron sin trabas hacia Estados Unidos, y se refugiaron en sus bonos, en sus firmas de inversión, en sus mercados y en sus bienes raíces, lo que impulsó su dominio mundial en el sector financiero. El tecnológico también resultó favorecido, ya que pudo desarrollarse en sus etapas iniciales, cuando las empresas arrojaban pérdidas año tras año, gracias a la masa de dinero global que fluía hacia el país. Sin esa posición de privilegio, hubiera resultado imposible el enorme crecimiento de las empresas estadounidenses. En cuanto a Alemania, la existencia del euro permitió a Berlín gozar de superávits permanentes sin que su moneda se aprecie, y, por tanto, sin que se reduzca la competitividad de sus empresas. El auge de la industria alemana está directamente relacionado con las políticas de “empobrece a tu vecino” que han dominado la Europa del euro. Las firmas financieras alemanas salieron beneficiadas de las épocas de dificultad, ya que fueron los Gobiernos (y los ciudadanos) de otros países del continente (especialmente los del sur), los que sufrieron las consecuencias de las nefastas políticas de inversión en el sector inmobiliario y de los productos derivados de los bancos estadounidenses en la crisis de 2008. Gracias a que otros pagaron la cuenta, Alemania continuó gozando de un papel central y de una economía saneada. Cada cual obtuvo lo que buscaba: Estados Unidos, su dominio tecnológico; China, el desarrollo de sus capacidades productivas; y Alemania, superávits permanentes y una industria boyante. Al menos hasta ahora, ya que este orden mundial ha saltado por los aires.


Aunque movimientos políticos nacionalistas que hoy están en auge hayan surgido, en parte, de la ruptura del modelo anterior, sus embriones se estaban incubando desde principios del siglo XXI. Es muy complejo englobar las derechas populistas y extremas ya que muestran formas y contenidos muy diferentes en función del país de origen. Sin embargo, hay una serie de aspectos en los que coinciden: la importancia de la soberanía, el financiamiento del nacionalismo, el anclaje de valores culturales tradicionales, los apoyos religiosos y la importancia de la defensa de los peligros exteriores, entre los que destaca la inmigración. Uno de los países más exitosos en la globalización, en el que estas ideas fueron plenamente comprendidas, es Israel. Un Estado que por su naturaleza nunca ha renunciado a poner el nacionalismo en primer lugar. Su orígen, su historia y las dificultades de asentarse en una región hostil, han obligado a que los aspectos relacionados con la importancia y la supervivencia del Estado se conviertan en una prioridad de primer orden. Para una nación como la israelí, la demografía siempre ha sido esencial. Entre sus 9 millones de habitantes, 7 son judíos, 2 árabes israelíes y otro medio millón está compuesto por cristianos y personas no adscritas a ninguna religión. Como su población es relativamente escasa, la natalidad es un aspecto muy relevante ya que posibilita la reproducción del Estado asegurando su supervivencia. Por este mismo motivo, su visión respecto a la inmigración es ambivalente: Por un lado, otorga la nacionalidad y una serie de ayudas a los judíos que deciden mudarse a Israel; y por otro lado, la migración no judía es observada como una posible amenaza a su identidad, ya que su cohesión interna depende de un núcleo poblacional que comparta los valores que dieron nacimiento al Estado de Israel.
En cuanto a la economía, Israel, con su mercado interno limitado, no puede cerrarse al exterior, ya que el éxito de sus empresas depende de la globalización y de la apertura comercial. Sin embargo, debido a su peculiar situación y las condiciones hostiles de la región, Israel no puede confiar en la paz del comercio, por lo que debe asegurar sus propias capacidades en la mayoría de ámbitos como el de seguridad, armamento, agricultura y abastecimiento de agua. La manera de resolver esta doble necesidad de seguridad y apertura exterior ha tomado dos vías. Por un lado, mediante el desarrollo de la tecnología (en especial de seguridad) impulsada y apoyada por el Estado. El ejecutivo israelí ha invertido sistemáticamente en el desarrollo de la innovación, elevando el número de startups y fomentando la participación de diversos fondos de inversión. En segundo lugar, Israel necesita gran cantidad de recursos para mantener sus sistemas de seguridad e impulsar la innovación, y para conseguirlo dio un giro a su economía. Primero contaba con un modelo económico socialdemócrata, donde el nacionalismo sionista se mezclaba con el socialismo bajo el que se crearon los kibutz; luego, esta economía fue altamente liberalizada. Netanyahu, primero como titular de Finanzas con Ariel Sharon y luego como primer ministro, privatizó bancos y servicios públicos, aplicó recortes de impuestos y fuertes reducciones del gasto público, precarizó las condiciones laborales y aportó capital para el desarrollo de empresas en sus etapas iniciales. De esta forma, Israel consiguió revertir su déficit comercial (más exportaciones que importaciones), acumular grandes reservas de divisas y especializarse en innovación y tecnología.


Benjamin Netanyahu, Primer Ministro de Israel (Fuente: La Sexta)
Esta mezcla de apertura exterior y promoción de las capacidades nacionales también se puede observar en el ámbito cultural, ya que en realidad Israel contiene dos países, que se reflejan en las diferencias simbólicas entre Tel Aviv y Jerusalén. La primera es una ciudad moderna y tecnológica, emprendedora y financiera, cosmopolita y de costumbres abiertas. La segunda está anclada en sus raíces, en las tradiciones, en los vínculos religiosos y en su conexión con el territorio. Mientras que Tel Aviv representa la apertura al mundo y la necesidad de conexiones globales; Jerusalén representa la seguridad, la defensa de las fronteras y la identidad. Ambas tienen como objetivo prioritario la preservación del Estado de Israel, pero sus visiones de cómo conseguirlo son sustancialmente distintas. Tel Aviv y Jerusalén son respectivamente el comerciante y el productor, el experto tecnológico y el colono, el nómada y el sedentario. Del mismo modo, el tipo de vida cotidiana por el que cada uno aboga es distinto, como sus costumbres sociales, el papel de la mujer, los derechos LGTBIQ+, el peso de la religión y otras tantas cosas que los separan. Tel Aviv resulta útil para el desarrollo de la economía y la prosperidad; y Jerusalén para asegurar la cohesión y la identidad. Con la llegada de Netanyahu, la perspectiva de Jerusalén ha ido ganando cada vez más peso, y la divergencia entre ambas visiones se aprecia en la relación con los palestinos. Netanyahu ascendió al poder como consecuencia del rechazo a los acuerdos de paz de Oslo. Aunque el orden internacional y el sentido común presionaban para suscribirse a esta hoja de ruta, una gran parte de la sociedad israelí la rechazaba, y Netanyahu supo incorporar en sus filas a esta derecha reaccionaria que no creía en la solución de los dos estados. En ese equilibrio entre militares y comerciales, los primeros fueron ganando peso.
El papel principal que adquirió el modelo de Jerusalén se extendió fuera de sus fronteras y permitió a Netanyahu forjar nuevas alianzas internacionales. Viktor Orbán fue el dirigente europeo que mejor entendió este cambio de rumbo. La población de Hungría, con alrededor de 9 millones de habitantes, es más o menos como la de Israel. Su posición geográfica, sin salida al mar , y con escasos recursos naturales, limita su crecimiento. Por lo tanto es un país favorable a la globalización y su propósito es establecerse como un punto de conexión entre Alemania, el este de Europa y China. Del mismo modo, Hungría está alineada con los Estados Unidos de Trump, porque Orbán siempre ha apostado por el nacionalismo y la identidad. Con una población escasa, la llegada de inmigrantes que huyen de los conflictos de Oriente Medio, podría alterar sus señas de identidad, algo que Orbán quiere evitar a toda costa. Por ello, las políticas de incremento de la natalidad, con subsidios frecuentes, son una manera de reforzar la población autóctona. Los problemas de Israel son bien comprendidos por Orbán, a quien le sonaba muy bien esa mezcla de liberalismo, globalización y apertura exterior, junto con la promoción del nacionalismo y la identidad. Por ejemplo, las tensiones entre Orban y la Unión Europea son bien conocidas.


Reunión entre Orbán y Netanyahu en 2025 (Fuente: News.az)
Orbán y Netanyahu se convirtieron rápidamente en aliados que comparten sus intereses. Aunque el líder húngaro haya sido acusado de antisemitismo por su posición contra George Soros y el papel que sus fundaciones han desempeñado en Europa del Este, eso no significa que se posicione contra Israel. Soros es Tel Aviv y Netanyahu es Jerusalén, y Orbán comparte el deseo de que Jerusalén supedite a Tel Aviv. Además, Netanyahu comprendió que debía buscar nuevos apoyos internacionales más allá de EE. UU., y Orban es el candidato perfecto. Esto se debe a que la posición europea respecto a Palestina no encaja con la visión de Netanyahu, que la observaba como hostil con los israelíes y demasiado complaciente con los árabes. Más allá de esa manera de ver el mundo, los puntos en común de ambos líderes son numerosos. El renovado Grupo de Visegrado, que también cuenta con Polonia (con los nacionalistas de Ley y Justicia), Eslovaquia y la República Checa es un estandarte muy relevante para esa curiosa mezcla de capitalismo, apertura y nacionalismo. Todos comparten la importancia del Estado como nación y la economía liberal. A todos ellos les parece que las exigencias de la Unión Europea son inapropiadas e invasivas, por lo que combaten por una mayor soberanía. Además, todos ellos miraban a Israel como un modelo a seguir ya que era un ejemplo exitoso de transformación capitalista, de derechas y nacionalista. Este modelo ha conseguido muchos seguidores, incluída la Rusia de Putin. Este país, cada vez está prestando más atención a la continuidad de la cultura nacional, a su identidad, al rechazo de costumbres occidentales y al poder del Estado nación para dictar sus propias normas.
Todo esto ocurrió en la década de 2010, tras una crisis económica que había mermado el ánimo y las economías occidentales, que había otorgado más peso internacional a China y que avisaba que la era global se estaba encontrando con resistencias notables. Países como Turquía, India o Arabia Saudí también estaban acogiendo esta mentalidad nacional con fuerza. Cuando se produjo el Brexit y Trump llegó al poder por primera vez, esa posición penetró profundamente en el centro del sistema. Estados Unidos estaba gobernado por un presidente que hacía del nacionalismo su emblema, rechazaba la inmigración y apoyaba la tradición cultural y religiosa. La reacción occidental ante las fallas del sistema global se había gestado en la visión nacionalista desarrollada en países de pequeño tamaño como Israel y Hungría.
Artículo basado en:





