¿Es el hombre más inteligente que la mujer?
Artículo basado en el libro: "El género y nuestros cerebros: La nueva neurociencia que rompe el mito del cerebro femenino" de Gina Rippon.
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"Las mujeres […] representan la forma más inferior de la evolución humana y […] están más próximas a los niños y a los salvajes que a un hombre civilizado adulto".
Esta incendiaria afirmación fue realizada por Gustave Le Bon en 1895. Le Bon, fue un psicólogo francés de gran renombre, principalmente conocido por su estudio sobre la psicología de las masas, y como estas se volvían más imbéciles y menos éticas que el individuo aislado. A pesar de la relevancia de sus estudios, y como estos explican las atrocidades cometidas en el Holocausto o en el genocidio ruandés, lo cierto es que en la afirmación que encabeza este artículo, se equivocó por completo. Aun así, al igual que ocurre con la mayoría, Le Bon era esclavo del Zeitgeist de su época. Durante siglos se pesaron y se midieron los cerebros de las mujeres con la intención de catalogarlas como deficientes, para poder así relegarlas a las labores domésticas y tareas reproductivas. Sin embargo, con el tiempo, la opinión sobre las capacidades de las mujeres fue modificándose, aunque se mantuvo inmutable la idea de que el cerebro femenino y el masculino mostraban ciertas diferencias. Este concepto se empleó para mantener los roles de género, ya que trastocar ese orden, iría en contra de la naturaleza. Aun así, hubo algunos filósofos de inicios de la edad moderna, que contradecían estos supuestos. Uno de ellos, Poullain de la Barre (1647-1723). Basándose en los estudios de la nueva ciencia de la anatomía (nueva en su época), reveló que no existía ninguna diferencia entre el cerebro masculino y el femenino, y que si se les proporcionaban las mismas oportunidades (educación y formación laboral), podían desarrollar las mismas capacidades; estos postulados los remató con la aseveración “la mente no tiene sexo”. Sin embargo, sus ensayos y estudios tuvieron poca repercusión, y cuando se publicaron, recibieron escasa atención, por lo que el statu quo machista se mantuvo durante los siguientes siglos.


En el siglo XIX, con la primer ola feminista y las mujeres reclamando su derecho a la educación, al voto, a la propiedad y al poder político; se propicio que una gran variedad de intelectuales y científicos de la época mostrasen recelo ante semejante avance. Muchos de ellos defendían lo pernicioso que podía resultar otorgar poder a las mujeres, no solo para ellas, sino para la sociedad en su conjunto. El mismísimo Darwin, alegó su preocupación de que tales cambios pudieran alterar la trayectoria evolutiva de la humanidad. Por ello, era necesario que este grupo reaccionario tuviese a su alcance una serie de pruebas que demostrarán esa supuesta superioridad intelectual, y el cerebro fue el principal objeto de estas pruebas, concretamente, su tamaño. Como no se tenía acceso directo al cerebro dentro del cráneo (hoy en día si lo tenemos), se decidió determinar su tamaño en función del tamaño de la cabeza. Algo similar a la pseudociencia de la frenología que trataba de determinar la personalidad e inteligencia de un individuo en base a la forma de su cráneo. Algo así como que si eres cabezón eres muy listo, y demás estupideces hoy en día totalmente desacreditadas. Bajo estas mismas premisas, se realizaron medidas de la capacidad craneal, llenando los cráneos de difuntas y difuntos, mediante semillas o perdigones, y posteriormente pesándolos. Mediante estas pruebas se determinó, que en término medio el cerebro de la mujer pesaba 140 g menos, dato que se empleó como única prueba necesaria para confirmar la superioridad intelectual del hombre. Sin embargo, este argumento tenía un pero, como indicó el filósofo utilitarista Stuart Mill “...un hombre alto y de huesos grandes, debe de ser increíblemente superior en inteligencia a un hombre pequeño, y un elefante o una ballena deben sobrepasar extraordinariamente a la humanidad”. Aunque se hicieron varias inferencias como relacionar el tamaño del cerebro con el tamaño del cuerpo, si aceptamos esas hipótesis, entonces el chihuahua debería ser el perro más inteligente, y me parece que no. Además, se le dio miles de vueltas a la frenología (similar a la craneología) con la intención de realizar algún tipo de medición que confirmase la hipótesis de que la mujer era inferior intelectualmente, pero si la medición indicaba lo contrario, era relegada al olvido. Por ello, todo este tipo de investigaciones sesgadas, carecen de valor científico; por no hablar de la tremenda imbecilidad que supone a día de hoy la frenología. Posteriormente, cuando un grupo de matemáticos encabezado por Karl Pearson (padre de la estadística) entró en el juego de la craneología, esta antigua ciencia se convirtió en un ridículo hazmerreír.
Debido a la inexistencia de pruebas que afirmasen una inferioridad intelectual por parte de las mujeres, a finales del siglo XIX el discurso comenzó a cambiar, y la palabra inferioridad fue descartada y reemplazada por términos como “complementariedad”. Aun así, esta “complementariedad” justificaba la desigual distribución de derechos entre hombres y mujeres. Esa nueva tendencia a indicar la diferencia entre los cerebros, fue casi tan perjudicial como las afirmaciones de inferioridad, ya que por ejemplo se otorgaba a las mujeres la capacidad de “intuición” carente en el hombre (algo a priori positivo), pero como contraparte, se decía que estas eran incapacidades de reflexionar, atributo exclusivo de los hombres. A comienzos del siglo XX, la tendencia se basaba en asociar determinadas capacidades cognitivas con la forma o el desarrollo de determinadas áreas del cerebro, para lo cual se empleaban personas con lesiones que sufrieran modificaciones de su conducta o capacidades, y la primera guerra mundial fue un nicho tremendamente prolífico para este tipo de lesiones. Sin embargo, todos estos estudios se fundamentaban en el supuesto de que existía una equivalencia entre la estructura y la función. Aunque sí existen algunas evidencias de esta idea, como que al lesionarse el área de Broca del lóbulo frontal, se puede perder la capacidad de habla (afasia), lo cierto es que la maquinaria cerebral es muy compleja y está muy interconectada, con lo que a día de hoy no hay una clara relación estructura-función en nuestros cerebros.


A medida que transcurría el siglo XX, las técnicas para la observación directa del cerebro, fueron perfeccionándose. Primero el electroencefalograma (en la década de los 20), posteriormente la tomografía por emisión de positrones (en los 70) y finalmente la obtención de imágenes por resonancia magnética funcional (en los 90). Estos métodos permiten determinar qué áreas del cerebro se activan, cuando el sujeto de investigación está realizando una u otra tarea, de forma que es mucho más útil que analizar conductas en función de lesiones. Podría parecer que estas técnicas tan novedosas y avanzadas, desplazarán ideas como la del tamaño del cerebro del discurso sobre la supuesta inferioridad femenina, pero lo cierto es que no. Lo único que ocurrió es que se comenzó a discutir sobre el tamaño de partes del cerebro, en concreto se estableció una guerra en torno al cuerpo calloso, la estructura de fibras nerviosas (sustancia blanca) que conecta ambos hemisferios. Específicamente, la contienda empezó con un trabajo basado en una muestra irrisoria (14 hombres y 5 mujeres) en el que se observó que la parte más posterior del cuerpo calloso (no todo el cuerpo calloso como muchos argumentan), era más ancha (más bulbosa) en las mujeres que en los hombres. Esta vez la parte negativa se la llevaría el gran tamaño y no al revés. Lógicamente un estudio como este jamás vería la luz del día en la actualidad, pero a finales del siglo XX sí tuvo cabida. De hecho se han escrito ríos de tinta en torno a este estudio, ya que a pesar de que se haya replicado, con diferentes tamaños muestrales y técnicas de medición, no se ha llegado a un consenso en la comunidad científica. Entre otros motivos debido a la dificultad de medición de esta estructura insertada entre los dos hemisferios. Esta falta de consenso, algo raro casi en el segundo cuarto del siglo XXI, ha suscitado debates de lo más variopintos como que las mujeres serían mejores en actividades de multitarea debido a un mayor número de conexiones neuronales entre ambos hemisferios. También se dice del cerebro femenino, que muestra una mayor inteligencia emocional ya que está más interconectado el hemisferio izquierdo más analítico y el derecho centrado en las emociones. Puede parecer que este “descubrimiento” (No se ha llegado a consenso por lo que no se trataría de un descubrimiento real) beneficia a las mujeres ya que habla sobre su mejor capacidad multitarea e inteligencia emocional; sin embargo, la comunidad científica fue capaz de darle la vuelta a este hallazgo. Concretamente, se postuló que esa menor conexión entre hemisferios, permitiría a los hombres una mayor capacidad analítica y de focalización, al no verse perturbado por intromisiones emocionales. Es más, gracias al “aislamiento” del hemisferio derecho, la capacidad espacial de los hombres sería superior y por ello serían mejores orientándose e interpretando mapas. Es decir, esta falta de interconexión (por un menor volumen del cuerpo calloso) justificaría una mayor capacidad masculina para el talento matemático y científico (Incluido el ajedrez), mejores aptitudes para los negocios, mayores posibilidades para obtener premios Nobel, y una larga retahíla de sinsentidos que posicionarán al hombre en una cúspide intelectual, mientras que la mujer quedaría relegada a una posición de inferioridad, considerándola con un intelecto de un niño o un salvaje. Por supuesto todas estas argumentaciones no muestran ninguna clase de evidencia científica, y es que no hay ningún estudio que evidencie que un mayor tamaño de cualquier estructura cerebral tenga una correlación directa con la inteligencia.


Como hemos visto a lo largo de este artículo, los estudios neurocientíficos del cerebro de los últimos siglos, han estado terriblemente influenciados y sesgados para tratar de verificar la hipótesis de que la inteligencia femenina es inferior a la masculina. Pero como también ha quedado retratado en los párrafos anteriores, esta evidencia nunca ha sido demostrada, por lo que por mucho que les pese a los que apoyan la proposición de que los hombres son más inteligentes que las mujeres, lo cierto es que no hay prueba alguna de ello.
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