La historia que demuestra la imbecilidad de los antivacunas

Artículo basado en el libro: "Eso no estaba en mi libro de Historia de la Medicina" de Carlos Aitor Yuste y Jon Arrizabalaga.

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El reinado más breve de toda la historia de la monarquía Española, con sólo 229 días de regencia, lo ostenta Luis I de Borbón, que no representa más que uno en la larga lista de personajes ilustres muertos por la misma enfermedad. Desde la muerte del cuarto faraón de la dinastía XX de Egipto, Ramsés V, hasta la muerte del cuarto emperador de la dinastía Qing en China, pasando por la del también emperador, aunque en esta caso de Japón, Go-Komyo Tenno, han sido innumerables las muertes de ilustres y no tan ilustres seres humanos por la acción de la tan antigua enfermedad: la viruela.

El nombre de esta enfermedad, viene del adjetivo latino varius (variado), ya que variadas eran las erupciones que recubrian la piel de los infectados por su agente causal, el Variola virus. No se trataba de un virus mortal, pero sí mostraba una letalidad muy marcada, ya que 1 de cada 3 enfermos por su variante más virulenta (Variola major) perecía por la acción de la enfermedad. Lo peor de esta enfermedad (a parte de las imperecederas marcas de la piel) es que no se conocía ningún tratamiento curativo, por lo que superar la enfermedad se convertía en una penuria, tanto para el enfermo como para el que le cuidaba, ya que podía contagiarse por la saliva, o por el contacto con sus sábanas y ropajes. Sin embargo, ya desde la antigua Grecia, observaron que quien la contraía una vez, ya no la volvía a padecer. Por ello, desde el año 1000 de nuestra era, en Asia se comenzó a emplear “formas rebajadas” de la enfermedad con la intención de realizar contagios leves para prevenir los futuros contagios, una especie de preludio de la vacuna. Un ejemplo de estos métodos, se basaba en coger las costras del enfermo, dejar secarlas al sol para que “perdieran su poder” y posteriormente triturarlas. El polvo era esnifado o inoculado sobre una incisión abierta en pacientes sanos, pero sus efectos eran muy desconocidos, podía seguir siendo mortal o podría ser totalmente inofensivo e ineficaz.

Fueron necesarios varios siglos para que este tipo de tratamientos llegará a occidente (Europa), pero tuvieron buena acogida en especial desde que una mujer británica esposa del embajador de Reino Unido en el imperio Otomano, observase la técnica en Constantinopla y la decidiese aplicar a sus hijos. Con esto, el método comenzó a adquirir fama entre la población, siendo defendido por ilustres filósofos como Voltaire. Sin embargo, su eficiencia era puro azar, ya que muchos de los pacientes inoculados, morían a causa de la enfermedad.

No fue hasta 1760 que los médicos ingleses y alemanes, observaron curiosos fenómenos en las campesinas que ordeñaban a las vacas infectadas con la variante bovina de la viruela. Estas mujeres solo desarrollaban afecciones cutáneas leves y únicamente mostraron ampollas con pus en sus manos; además, pasada esta enfermedad, raramente desarrollaban la variante humana de la enfermedad. Por lo tanto, se comenzó a tratar a personas sanas con esta variedad bovina, evitando los riesgos asociados de la elevada virulencia de la variante humana. Aunque hubo casos aislados de éxito en la inoculación de esta variante, no fue hasta 1790 que el procedimiento se difundió de las manos del médico inglés Edward Jenner. El experimento realizado por Jenner, de dudosa ética, se basó en inocular a un niño (el hijo de su jardinero) el pus de una pústula de las manos de una lechera infectada por la variante bovina. El niño enfermó, pero varios días después estaba sano, aun así, para comprobar si la inmunización había tenido éxito, Jenner, inyectó material infeccioso de la viruela humana sin que el niño enfermara. Después de esto, replicó el experimento en numerosos individuos con el mismo éxito, había nacido la primera vacuna (de vaca) y además, se demostró que la persona vacunada y no solo la vaca podía ser la portadora del remedio.

Ya por entonces, aparecieron los primeros detractores de este tipo de métodos, alegando que a los inoculados les saldrían cuernos de vaca y estupideces por el estilo, o debido a las pérdidas económicas que causaría el abandono de los métodos tradicionales. Destacando entre estos casos, el del papa León XII que afirmó: “Quienquiera que permita ser vacunado deja de ser un hijo de Dios”, ojalá hoy en día fuese tan sencilla la apostasía, pero por desgracia, abandonar la secta de cristianismo es una tarea compleja. A pesar de los alegatos de estúpidos y religiosos, en poco tiempo la razón se impuso a la estupidez y el enorme éxito cosechado por las vacunas se hizo eco en los gobiernos, que invirtieron en implantar e imponer campañas de vacunación masiva sobre toda la población. Como el caso de Napoleón Bonaparte, quien ordenó la vacunación de sus soldados. A pesar de las críticas, Jenner recibió en 1806 una carta de una de los hombres más ilustrados de la época; Thomas Jefferson en la que decía lo siguiente: “Gracias a su descubrimiento, en el futuro los pueblos del mundo tendrá conocimiento de esta repulsiva enfermedad de la viruela, sólo a través de las tradiciones antiguas”.

Hoy en día más de dos siglos después de aquella carta, esa profecía se ve cumplida ya que la viruela está prácticamente erradicada en todo el mundo (aunque han surgido variantes como la viruela del mono). Sin embargo, al igual que en su momento los estúpidos creían que les saldrán cuernos en la frente al ser vacunados, los imbéciles de hoy en día, aseguran que la vacuna te deja estéril, sirve para inoculación de chips y demás sinsentidos. Hay que eliminar a los antivacunas de la palestra pública y de los medios de comunicación, para evitar que ese tipo de ideas estúpidas arraiguen en la sociedad. Es cierto que la tolerancia es necesaria en cualquier sociedad igualitaria, pero hay que tener cuidado con ella, parafraseando a Dostoievski “la tolerancia llegará a tal nivel que a las personas inteligentes se les prohibirá pensar para no ofender a los idiotas”.

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