Un apocalipsis navideño
Artículo basado en el libro: "Un efecto imprevisto: el invierno nuclear" de Carl Sagan y Richard Turco.
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Desde el desarrollo de la primera bomba nuclear de fisión en 1945, gracias a la acción conjunta de algunas de las mentes más brillantes de la historia, el peligro de un inminente apocalipsis nuclear se cierne sobre nuestras cabezas en cada conflicto bélico. Ya no es necesario que los participantes en las guerras, sean potencias nucleares con arsenales atómicos capaces de acabar con la Tierra varias veces, basta con que sus aliados dispongan de estas armas de destrucción masiva. Además, “Little Boy” (15 kilotones de TNT) y “Fat Man” (22 kilotones de TNT), las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, no son más que petardos comparadas con las actuales bombas de fusión, que ya en 1961 (ni 10 años después del desarrollo de la primera bomba de fisión) alcanzaban potencias de 60 megatones de TNT, es decir, entre 3.000 y 4.000 veces más potentes que las bombas que arrasaron las ciudades japonesas. Aun así, la detonación de estos artefactos no acabaría con el planeta de forma inmediata, ni la onda expansiva, ni los efectos radiactivos inmediatos, alcanzarían regiones muy alejadas (decenas y centenares de kilómetros) del epicentro de la explosión. El problema reside en el concepto que estoy seguro que el lector conoce, el invierno nuclear. Por ello, en este artículo trataremos de desentrañar lo que esta idea esconde.
Como ya todos sabemos desde el trágico día en el que se desarrolló la primera bomba de fisión en los Álamos (EE.UU.) durante el proyecto Manhattan, muchos países se han incorporado a la carrera armamentística para convertirse en potencias nucleares de primer orden. No solo con la intención de aumentar la potencia de estas bombas, sino con la intención de mejorar su precisión, su alcance o su defensa. Billones de dólares (los normales no los americanos) y el talento de miles de científicos e ingenieros ha sido malgastado en esta colosal tarea, con la única intención de desarrollar un artilugio capaz de acabar con la vida de cientos de miles de personas en un solo instante. En esta triste carrera sin sentido, se han acumulado miles de armas nucleares en nombre de la paz (el chiste se cuenta solo), nunca como instrumento ofensivo, sino como defensivo. Pero claro, si desarrollas un arma tendrás que probarla antes de usarla. `Por ello, en el pasado se realizaron centenares de pruebas con estas bombas y los efectos observados fueron del todo novedosos e imprevistos. Se observó que la lluvia radiactiva generada era pero de lo supuesto, si las bombas eran detonadas a gran altura, afectaban considerablemente a la capa de ozono, la onda electromagnética resultante afectaba a los equipos electrónicos de satélites muy distantes…. Pero durante 4 décadas a nadie se le ocurrió analizar qué posibles consecuencias climáticas generaría una guerra nuclear. Para estudiar esas consecuencias, un grupo de investigadores (entre los que se incluyen los autores el libro en el que se basa este artículo) estudiaron diversas situaciones hipotéticas, desde las más alentadoras, en las que el número de bombas detonadas era reducido, hasta las más devastadoras, en donde se empleaba un arsenal mayor al disponible en todo el planeta. En la mayoría de las situaciones planteadas, el clima quedaba mucho más dañado que lo que se había pensado inicialmente.


Es ampliamente reconocido, que la vida de la Tierra depende de forma muy marcada del clima, por ello cualquier modificación originada de forma antropogénica (y de cualquier otra forma) sobre éste, podría afectar significativamente a la vida. Por ejemplo, siendo la temperatura promedio de la Tierra de 13 ºC, una caída global de unos cuantos grados de esta temperatura, constituirá un desastre para la agricultura; si fuera de unos 10 ºC todos los ecosistemas se verían en peligro, mientras que si fuera de 20 ºC, toda la vida en la Tierra se vería en riesgo. Si tuviésemos en cuenta solamente la radiación del sol como motor de calentamiento de la Tierra, la temperatura debería ser unos 35 ºC más baja, y la vida no existiría tal y como la conocemos. Sin embargo, gracias a los gases de efecto invernadero (vapor de agua y carbono dióxido principalmente), parte de la radiación reflejada por la superficie terrestre, es reflejada de nuevo por estas moléculas haciendo que vuelva a incidir sobre la superficie volviéndola a calentar. Este suele ser unos de los argumentos que los ignorantes negacionistas del cambio climático, suelen emplear para defender su estúpida postura, pero eso es tema para otro artículo. En una guerra nuclear, las violentas explosiones, impulsan finas partículas de polvo a regiones muy elevadas de la atmósfera (estratosfera). Además, se generaría una enorme cantidad de humo, tanto por la explosión, como por los incendios (forestales, de ciudades, de estaciones petrolíferas…) derivados del calor expulsado. En estos incendios, se consumirían gran cantidad de combustibles (madera, petróleo, plástico, alquitrán, gas natural….) lo que generaría diversos tipos de humos entre los que destacarían aquellos que presentan hollín, una de las materiales más negros que la naturaleza es capaz de producir. Las finas partículas que se elevarían hasta la estratosfera, reflejarían parte de la luz que nos lleva del sol, enfriando la Tierra un poco, luego las densas y opacas capas de humos situadas un poco más abajo, bloquearían por completo la luz solar que llega a la atmósfera (el hollín al ser de un negro oscuro, es capaz de absorber gran parte de la radiación que incide sobre él), y los gases de efecto invernadero no tendrían radiación que reflejar de nuevo a la Tierra. por lo que el efecto invernadero desaparecería originando que el planeta se enfriase mucho más. Aunque la opacidad de las cortinas de humo con hollín no fuese completa, la temperatura media de la Tierra descendería entre 10 y 20 ºC y estos cambios resultantes podrían durar meses o años. Es decir, si el efecto invernadero es una manta que nos envuelve para mantenernos calientes, el invierno nuclear sería lo que nos retira esa manta.
Algo similar al invierno nuclear, pueden generar enormes erupciones volcánicas, debido a la ceniza y gases expulsados a la atmósfera, como ocurrió en 1815 con la erupción del volcán Tambora, que provocó que el año siguiente (1816) se conociese como el año sin verano. Sin embargo, ni con los efectos de las colosales erupciones volcánicas, ni siquiera con los de una glaciación, se alcanzarían temperaturas tan bajas como las que provocaría un invierno nuclear al eliminar el efecto invernadero. Por ello, ante la creciente escalada de conflictos a nivel mundial como la guerra ruso-ucraniana o otras guerras proxy (guerras en las que no participan las grandes potencias sino sus aliados) como la árabe-israelí, y los conflictos económicos (especialmente arancelarios) entre China y occidente (EE.UU. en especial); la población debe afirmarse rotundamente ante el posible uso de armas nucleares. Las personas de todos los países, y en especial, las poblaciones de las potencias nucleares, debemos decir “NO” a la utilización de bombas atómicas, “NO” a su desarrollo, “NO” a la inversión multimillonaria en gasto militar; y debemos decir “SÍ” al desarme multilateral de cualquier tipo de arma de destrucción masiva. Lo ideal sería decir “SÍ” al desarme de cualquier tipo de arma, pero la sociedad actual no está ni remotamente cerca de poder enfrentarse a algo semejante.
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