La mejor forma de que acabe el mundo

Artículo basado en el libro: "Abrir en caso de apocalipsis: Guía rápida para reconstruir el mundo" de Lewis Dartnell.

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En los tiempos convulsos en los que vivimos hay un amenazante grupo de palabras que no hace más que resonar en nuestras cabezas: Tercera Guerra Mundial. Y es que más allá de la guerra ruso-ucraniana o el conflicto áreb-israelí de Gaza que copan las portadas de los periódicos y las noticias de los telediarios, a día de hoy existen más de 56 conflictos armados activos en el mundo. La crisis de Camerún, la insurgencia yihadista en países del Sahel como Burkina Faso, Níger o Chad, las insurgencias en Myanmar o el conflicto de Cachemira entre India y Pakistán, no son más que algunos de los ejemplos muy poco mediáticos de las distintas guerras que se están librando en estos momentos en nuestro planeta. Ante semejante escalada de conflictos nos podríamos plantear una pregunta, ¿el fin de la civilización humana nos espera a la vuelta de la esquina? En este periódico no nos dedicamos a realizar ninguna clase de pronóstico, pero en este artículo analizaremos algunas de las posibles formas mediante las que la civilización humana pueda desaparecer tal y como la conocemos.

Antes de adentrarnos en la mejor forma en la que pueda acabar nuestro mundo, nos centraremos en las peores. Desde el punto de vista de reconstruir la civilización, la peor clase de acontecimiento apocalíptico sería, como no, una guerra nuclear total. Aunque escaparas de la volatilización de las ciudades atacadas, incluso aunque escaparas de la radiación consecuencia de las detonaciones nucleares, el polvo generado en estas explosiones y la tierra contaminada por la lluvia radioactiva, dificultaría enormemente la recuperación de una actividad clave como la agricultura (una explicación más detallada de estos sucesos la puedes encontrar en este artículo). Igual de catastrófica sería una enorme eyección de masa coronal del sol. Un “eructo” solar particularmente violento que chocara contra el campo magnético que rodea nuestro planeta, induciría enormes corriente en las cables de distribución eléctrica, destruyendo transformadores e inutilizando las redes eléctricas de toda nuestra civilización. El apagón global interrumpiría el bombeo de las reservas de agua y gas y el refinado de combustible, así como la producción de transformadores de repuesto. De esta forma, la devastación de la infraestructura que sostiene nuestra civilización se llevaría a cabo sin la pérdida de vidas humanas. Sin embargo, bajo estas condiciones, pronto seguiría el desmoronamiento del orden social y las muchedumbres errantes no tardarían en consumir las provisiones restantes, precipitando una despoblación masiva. Esto podría obligar a los supervivientes a entregarse a una lucha encarnizada por los decrecientes recursos al estilo Mad Max. No obstante, esta situación también representa un punto de partida interesante para el experimento mental de cómo reconstruir una civilización, es decir, la mejor manera de que acabe el mundo. Y es que una pérdida masiva de población, pero sin una pérdida material de infraestructura correspondiente, sería la situación idónea para reconstruir nuestro mundo. Aun así, mediante la eyección de una masa de la corona solar, la pérdida en infraestructura sería incalculable, por lo que es necesario buscar otro punto de partida que no afecte tan drásticamente a nuestras condiciones materiales y, de hecho, los seres humanos hemos sufrido algo semejante hace unos pocos años.

La mejor forma de que acabe el mundo estaría en manos de una pandemia que se propagara con rapidez. Combinando una virulencia agresiva, un largo periodo de incubación y una mortalidad de casi el cien por ciento; de modo que el agente apocalíptico resulte extremadamente infeccioso, tarde tiempo en hacer visible la enfermedad (maximizando los huéspedes infectados) pero termine con una muerte segura del enfermo, la civilización humana tendría una segunda oportunidad de reconstruirse. De hecho, el modo de vida actual, como nos enseñó el COVID-19, favorece en gran medida una catástrofe de estas dimensiones. Desde 2008, más de la mitad de la población mundial vive hacinada en ciudades, lo que favorece enormemente una rápida dispersión de la enfermedad, si a esto le sumamos los constantes viajes intercontinentales, la transformación de epidemia en pandemia es realmente sencilla. No debemos olvidar que la plaga de la Peste Negra de la década de 1340, se cobró la vida de un tercio de la población europea (y una proporción similar en Asia), pero en base a las características antes mencionadas, hoy en día sus efectos serían mucho más devastadores.

¿Cuál sería el número mínimo de supervivientes de una catástrofe global necesarios para tener una posibilidad viable no solo de repoblar el mundo, sino de poder acelerar la reconstrucción de la civilización? O dicho de otro modo, ¿cuál es la masa crítica para permitir un reinicio rápido? En el caso de que se produzca una implosión del sistema tecnológico de soporte vital de la sociedad moderna, pero sin una despoblación inmediata (como el escenario generado por una masiva eyección de la masa coronal del sol), la mayoría de la población entraría en una encarnizada competencia por acaparar los recursos disponibles. Esto generaría una barbarie al estilo Mad Max con la consecuente despoblación masiva. Si, por el contrario, existe un número reducido de supervivientes consecuencia de una masiva despoblación debido a una pandemia, tan dispersos que es muy improbable que se encuentren, la reconstrucción de la civilización carecería de sentido; algo parecido a lo que ocurre en la novela de Richard Matheson “Soy Leyenda”. En este caso, dos supervivientes (un hombre y una mujer) representarían el mínimo matemático para la continuación de la especie. Sin embargo, en tal caso, la diversidad genética y la viabilidad a largo plazo de una población que nace a partir de tan solo 2 individuos, se vería seriamente comprometida. Entonces, ¿cuál es el mínimo teórico necesario para la repoblación?

Para dilucidar esta cuestión podemos observar un estudio en el que se han analizado las secuencias del ADN mitocondrial (proviene exclusivamente de la madre) de los maoríes que viven actualmente en Nueva Zelanda, para hacer una estimación del número de pioneros fundadores que llegaron allí. La diversidad genética reveló que el tamaño efectivo de aquella población ancestral no superaba las 70 hembras reproductoras, con una población total del doble de esa cifra. Este grupo debería condensar la suficiente variabilidad genética para repoblar el mundo. El principal problema es que con una tasa de crecimiento del 2% anual (el más rápido que ha experimentado nunca la población humana) , necesitaríamos 8 siglos para que este grupo ancestral recuperará la población que hubo en la revolución industrial. Una población inicial tan reducida quizá sería demasiado pequeña para poder mantener una agricultura fiable y, por lo tanto, les llevaría al modo de vida de los cazadores-recolectores cuya única preocupación es la lucha por la subsistencia. El 99% de la existencia humana ha transcurrido siguiendo este modo de vida, que no puede sustentar poblaciones densas. ¿Cómo evitar un retroceso tan profundo?

La población superviviente necesitaría muchas manos para trabajar los campos, asegurando la producción agrícola y liberando a un número suficiente de individuos para que trabajasen en el desarrollo de otros oficios y la recuperación de la tecnología. Por lo tanto, para el mejor reinicio posible se necesitarían muchos más supervivientes que los 140 que observamos en el caso de los maoríes. Por ejemplo, una población inicial de 10.000 individuos que sean capaces de agruparse en una comunidad y muestran una amplia variedad de habilidades y conocimientos, constituirá el punto de partida perfecto para reconstruir nuestra civilización.

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